Jesús y los Dioses Mayas.

      (cuento maya navideño)                                           

La casa de paja y adobe: firme, simétrica, tejido su techo con guano y construida con las “técnicas” de los abuelos mayas, se multiplica, destellando en la oscuridad el blanco de la cal que las recubre gracias al tenue resplandor que escapa de los fogones en los que hierve el frijol esperando al cerdo en retazo con hueso, para bañarlo y saturarlo con su negro caldo aromado con epazote y cebolla blanca.

 El ruido del hervor alcanza a escucharse afuera, desde el umbral de la choza de Carlos y, ya deleita los sentidos, el olor del cocimiento.

El señor de la casa llegó hace un rato, cuando el disco del sol desapareció del horizonte. Estuvo desde el amanecer desyerbando la milpa que, por cierto, luce hermosa porque Chaac fue pródigo y pronto levantará la segunda cosecha de maíz.

La  jornada de hoy la realizó pleno de  alegría, pensando en la celebración de la navidad en la intimidad de su hogar con su compañera y sus hijos. Ella, su mujer, resplandece en su lozanía y, el aroma de su cuerpo, podían envidiarlo las mismas flores. Está ocupada en los preparativos de la cena. Los aderezos sobre la mesa: el cilantro, la cebolla picada, el chiltomate, el chile kut y las tortillas que ya han colmado el lec, despiden su aroma bendito.

El nené conversa dulcemente (en su idioma) con las enormes sombras que proyectan los habitantes de la casa por la luz del fuego y agita pies y manos en la hamaca que de vez en cuando, su madre mece.

Prendidos que fueron los quinqués, la pálida luz acabó con la penumbra.

Con actitud ceremoniosa una pareja de avanzada edad hizo acto de presencia. Son vecinos de una choza cercana que fueron invitados. Es gente muy estimada por Carlos y su familia a pesar de su gran pobreza, pobreza que no les permitiría celebrar el advenimiento de Cristo, más que con ayuno.

Con la extrema finura y educación que caracteriza a nuestra raza, los ancianos fueron recibidos en el acogedor ámbito de la choza de Carlos, sentándose en pequeños bancos de madera muy complacidos y, con voz dulce y clara, comenzaron a relatar los hechos del día.

En la pared, al lado de la puerta que da al patio y al cercano pozo, una cruz sobre una repisa con flores, es el homenaje a Jesús, que nacerá esa noche.

Los niños, felices, saboreando los dulces que su madre les tuvo guardados para esta ocasión, correteaban alrededor de la casa pero ya han entrado y, sentados, escuchan con interés lo que ahí se conversa.

El padre, en actitud de tomar la palabra, atrajo la atención de todos y habló en la forma siguiente: “Al principio de los tiempos, según me relató mi padre, nuestros dioses de la creación, de la existencia y de la muerte,  hicieron la luz sobre la tierra que estaba en tinieblas; después, a  los animales, y, finalmente, a los abuelos que hicieron a su semejanza, moldeándolos con masa de maíz y armazón de carrizo. Ya habían intentado hacerlos de barro, pero desistieron porque el barro era quebradizo. También los hicieron de madera y, a estos, sí les dieron vida, pero como se comportaban con mucha soberbia, los Dioses los destruyeron.

Moldeados que fueron nuestros abuelos con la masa de maíz, mientras dormían, los Dioses hicieron a sus compañeras, muy hermosas, de lo que se  regocijaron los abuelos al despertar y, con la unión de las cuatro parejas, comenzó a poblarse el mundo. Así está escrito por quienes rescataron los relatos de nuestros antepasados. Muchos de nuestros dioses, siguió diciendo Carlos, que llegaron después de la creación, guiaron los pasos de nuestros abuelos, los que fundaron grandes y hermosas ciudades cuyas ruinas podemos admirar todavía. No sabemos cómo, todo se fue  perdiendo en el tiempo y, ahora, nuestros Dioses se han ido para siempre.

Los hombres que vinieron del otro lado del mar trajeron nuevas historias y  nueva religión. Hicieron los  templos donde celebran las ceremonias. Nos enseñaron que una noche como la de hoy, nació en tierra lejana el hijo de un Dios; de un Dios que sí pudo hacer a los hombres con barro, sin que se le desmoronara. Ese Dios, como los Dioses que crearon a nuestros abuelos, nunca alguien lo ha visto y también, como ellos, creó la luz, los animales y todo lo que existe sobre la tierra.

Pero aquel hijo de Dios, de nombre Jesús, ése, sí fue visto por muchos hombres y mujeres de aquel tiempo en que nació y murió, y esos hombres y mujeres, fueron testigos de los milagros y bienes que prodigó por esas tierras. Su fama se extendió tanto, que ahora todos lo tenemos en casa representado por la cruz, que fue donde murió y nos agrada pensar en que nos acompaña, sobre todo esta noche, en que hace todos los años que llevamos contados hasta la fecha, nació de humilde familia y en un lecho más pobre que el de nosotros.

La madre, los niños y la pareja de ancianos, escucharon el breve relato, llenos de satisfacción ante la gran sabiduría de Carlos y su elocuencia para expresarse en la lengua de los abuelos.

La cena se sirvió y el disfrute del manjar y de la íntima convivencia, invadieron de felicidad sin límite, el corazón de esos humildes y santos hermanos. Como todas las noches, antes de irse a disfrutar del sueño, Carlos dejó una jícara con agua de lluvia y algunas frutas en el patio para los Aluxes, que tan bien, cuidaban su milpa. Esta ocasión agregó, una generosa ración de humeante caldo de frijol con puerco, en el que se reflejaron las estrellas.

                                                                                                                Dzunum.

                                                                           

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